lunes, junio 11, 2007

Supermercados

El supermercado es intoxicante. Es en serio, la gente camina como aturdida y se rompe la convivencia social. Una revisión rápida del contenido de los carritos dice mucho de la persona que lo va empujando. «Díme que compras y te diré quién eres».

Me impresionan algunas personas que he observado que recorren todos los pasillos y examinan cada uno de los productos. Me intriga saber si lo hacen como un ejercicio de memoria para ver si recuerdan todos los ingredientes o si la empresa cambió de dirección o simplemente son lectores voraces que no se resisten a las letras pequeñas que los llaman como las sirenas a los marineros.
Estan también los que echan un vistazo por toda la tienda y se detienen delante de algún objeto meditando si le podrán dar un uso en la casa. Trabajé con una persona así. A veces llegaba a la oficina con algún artilugio y nos explicaba qué le había atraido. La mayoría de las veces la explicación se quedaba en «creo que se ve bien ahí».
Un tipo de persona que evito como la peste son los que prueban todo, tanto lo que ofrecen las demostradoras como lo que está en venta. Son los que picotean la fruta (como pajaritos), los que abren los paquetes de galletas, los que destapan alguna bebida y le dan un sorbo para abandonarla después. Esta gente me da miedo. Verlos con tanto desparpajo disponer de lo ajeno, me hace temer que alguno de ellos me tome como esclavo, mascota o juguete.
A quienes también evito son a las señoras que se hacen acompañar por un ejército de niños y que, ya en la caja, los envían en paralelo a traer cientos de artículos, con indicaciones precisas e imperativas: «m'hijo tráete un melón, blandito pero firme». Al cabo de unos segundos regresan y lo que tenías como una modesta fila delante tuya con la señora con cuatro tonterías en el carrito, de repente se convierte en un tráiler desparramado.
En fin, en el supermercado se puede analizar a toda la especie humana. Desgraciadamente, aunque el tema da para un libro, por hoy no puedo escribir más.